jueves, 10 de enero de 2013


DEFENDIENDO MI MAR.

Aquí, frente al mar donde vivo. A la vera de su playa. Metido en mi trinchera. Defiendo mi existencia a golpe de los versos. Ya no tendría sentido escribir mil palabras para justificarme. Y no tendría sentido porque a nadie le importa la duda del poeta. ¿Qué podría decir en mi defensa, si dejara de cantar al hombre mismo? Al hombre que se aferra a todos los desmanes de este mundo tecnológico. Al hombre que desoye a la naturaleza e ignorante la enfrenta pensando que la vence.
Cuando bajan las nubes detrás del horizonte y dibujan sus panzas con rojizos de sangre antes de que el Sol caiga herido por la noche, es en ese momento cuando miro hacia el mar y veo sus melenas de rizados cabellos mecidos por las olas. Una franja de plata me trae hasta la orilla la amenaza  infeliz de otra noche de insomnio. El brillo de las aguas delante de mis ojos como ballet de plata. El aire tibio viste aromas de primavera. Y es tan bello el momento que no puedo pensar en los miles de ojos que rompen sus pupilas dentro de las pantallas, dentro de los paisajes de no sé cuántas  megas.
Ya no valen las tardes mecidas por las olas, ni el lento caminar del sol hacia el ocaso. Ya no valen las risas de los niños que juegan construyendo castillos con los naipes de arena. Ya no vale la lluvia ni el latigazo seco del rayo en la tormenta. Hemos creado un mundo con cientos de botones para que nos enseñe imágenes guardadas en círculos de plástico.
Cuando  mi mar, aquí enfrente donde vivo, se viste de gris plomo y el agua de la lluvia borda con sus agujas vainicas de arabescos, casi siempre está sólo. Sólo con su tristeza. Con sus viejos marinos dentro de la taberna. Esos marinos rotos por muchas singladuras que guardan en sus huesos azotes de tormentas. Las manos sarmentosas huérfanas de maromas, de redes, de herramientas. Esos marinos viejos que tienen en sus ojos los paisajes inmensos de la rosa de los vientos.
Tan sólo entre las redes, viejas y arrinconadas se huele el mar profundo y lejano en el tiempo. El ritmo de las olas abrazando a la playa ya no parece el mismo. Por eso, por la noche, cuando todo se acalla, el mar vuelve a mirarme con ojos de añoranza y me dice en susurros (escríbeme poeta) escribe mis memorias que yo no tengo ganas, que yo no tengo letras para decirle al hombre que no mate mi vida.
Esta triste llamada esconde es sus adentros la angustia del que teme ahogarse entre basuras.
Te escribiré mar mío, yo te escribiré siempre. Siempre porque la sal que bulle en tus entrañas la llevo galopando por mi sangre de hombre nacido en la meseta.
Enfrente de mi casa, te agitas y te alejas. Te alejas y te vienes para que en mi ventana se recuerde el rumor de viejas caracolas.
Francisco González Maqueda
Invierno 2012


  

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